*Si no quieres empezar por el final, lee primero el Acto I y el Acto II.

Suena el teléfono. Dudo si cogerlo porque no estoy de humor pero lo hago. «Tengo tu libro», dice una voz masculina . Me paro en seco mientras el corazón late a mil por hora. Estoy segura de que voy a sufrir una taquicardia irreversible.

– Pero, ¿cómo…? – es lo único que se me ocurre balbucear.
– Ha sido fácil – responde muy gallito él. -Tu nombre y apellidos estaban escritos en la contraportada junto a la fecha en la que lo compraste. Te he buscado en internet y he dado con tu perfil profesional. He llamado a tu trabajo y me han dicho que ya no volverías por allí así que he pedido la forma de contactarte alegando que era una situación de vida o muerte. No veas lo fácil que es persuadir a alguien cuando utilizas esas tres palabras. Como ya habrás intuido, me dieron tu número. ¿Quieres volver a ver a tu libro?
– Sí, quiero – dije muy seca y aún ojiplática. – Puedes enviármelo a casa.
– Creo que será mejor que te lo entregue en persona para asegurarme de que te llega – dijo él.

Esto olía a cama a kilómetros de distancia pero yo sabía que la mala suerte me perseguía y no terminaba de fiarme.

– Bueno, podemos vernos en dos horas en la salida de metro donde te convertiste en ladrón – empezaba a soltarme y me hacía gracia la idea de poder ver algo más que mis cortinas en un día tan terrible.
– Allí estaré – no quiso que le recordara cual era la parada. Simplemente colgó.

Corrí a la ducha a la vez que me iba desabrochando la cremallera. Utilicé hasta la mascarilla de los domingos. Me puse otro de mis vestidos rojos, tacones y salí dispuesta a comerme el mundo. El día era luminoso, los colores se volvieron vibrantes y de fondo sonaba un cantautor que se pone siempre en la esquina de mi calle y que suena igual que Silvio Rodríguez.

«Puede que, a pesar de todo, hoy no sea un mal día», esta frase se estaba haciendo realidad. Y a mi ya no me importaba ni mi vaso de sidra, ni los grumos, ni nada más que sus ojos.

Llegué a la boca de metro y aún faltaban cinco minutos para verle aparecer. Lo hizo en dos. Allí estaba, al final de las escaleras esperándome con el libro en la mano. Me dispuse a bajar como lo hacen las vedettes y en el sétimo peldaño mi tobillo izquierdo se torció y acabé por los suelos. Sólo sentía vergüenza y dolor a partes iguales. Él se acercó a mi e intentó que me levantara pero ya no había nada que hacer. Tenía la certeza de que mi tobillo estaba roto y con él mis esperanzas de que el día mejorara.

– Nos vamos al hospital. Esto no pinta bien. Espérame aquí que voy a llamar a un taxi – ordenó él.
– No voy a huir, tranquilo – dije con el poco humor que quedaba en mi astillado cuerpo.

En el hospital nos invitaron amablemente a pasar el resto de la tarde en la sala de espera. Y aceptamos. Cuatro horas, cinco radiografías y varias conversaciones después, me confirmaron lo que ya sabía. Escayola.

Este sí que era el mejor momento para meterme en la cama yo sola y no salir de ella. Pero se empeñó en acompañarme de vuelta a mi casa en el taxi y luego volvió a empeñarse en que debía invitarle a tomar algo en el bar de parroquianos del barrio.Acepté. No tenía nada mejor que hacer y no me apetecía ni un ápice estar sola.

Entramos. Mi pierna y yo nos sentamos y él nos dedicó una sonrisa de las de derretirte.

– Toma, tu libro.
– Siento la tarde que te he dado – dije avergonzada.
– Siento que quiero que me des más tardes.

Llegó el camarero.

– Un Cacao Caos con la leche muy fría –pidió él sin pensárselo dos veces.

Miré el reloj que tenía justo enfrente. Eran las doce de la noche.

Hoy será un buen día.

Pssst!! No son cookies de chocolate, pero tampoco hacen daño ni provocan caries, hazme caso, ¿vale?    Más información
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