Hace dos noches estaba tirada en el sofá después de uno de esos días estupendos que te regala la vida, uno de esos días para enmarcar de lo bonitos que te quedan, (léase como una ironía) viendo la última serie de Netflix, cuando justo en el momento clave, cuando todo parece que va a pasar, cuando el protagonista tiene ese solo de guión que le encumbra a cualquier premio de cualquier festival de cualquier ciudad que se precie, justo en ese momento, ocurrió. Fundido a negro. Fundido a negro como mi vida pensé, envuelta todavía en ese drama de autocompasión y desdicha tan hollywoodiense.
Me quedé parada en el sofá, como atrincherada unos minutos esperando a que con dos palmadas volviese la luz, como en aquel capítulo de Friends en el que Joey intenta alcanzar el teléfono sin levantarse del sillón simplemente con el movimiento de sus manos y su mente como si fuese David Copperfield. Pues ahí estaba yo, dando palmadas en la oscuridad convencida de lograr el milagro de mi vida.
Al ver que mis manos no eran mágicas me quede unos minutos más inmóvil esperando a que un holograma al más puro estilo La llamada o el señor de la electricidad me diesen la solución a mi drama nocturno y barajando las opciones que me quedaban si no levantaba el culo.
Vencí a mi pereza y me levanté enfundada en uno de esos pijamas compuestos por diferente partes que la lavadora ha tenido a bien no estropear ni hacer desaparecer, con una pinza en la cabeza y las gafas torcidas de apoyar la cabeza en el cojín y alumbrándome con la luz del móvil fui por toda la casa apretando compulsivamente cada interruptor para darme cuenta de que, en efecto, la luz se había ido.
Tuve un momento drama-literario, casi poético al más puro estilo Lo que el viento se llevó y como una vieja fui rezando por toda la casa: “como me puede pasar esto a mi hoy, con el día que tengo, esto es una conspiración, seguro que me han cortado la luz, quien me pone la pierna encima para que no levante cabeza…”
Entonces decidí abrir la puerta y comprobar si era de verdad una víctima de mi compañía eléctrica o si mi desgracia era compartida por el resto de vecinos del bloque. Pulse el interruptor del descansillo y comprobé que estábamos todos igual, nadie podía cocinar, cargar el móvil o ver el final de la última serie de Netflix.
Cerré la puerta detrás de mí sin abandonar ese halo dramático como si me estuviesen grabando para una película y volví resignada al sofá, resignada pero algo aliviada de que mi teoría de la conspiración no fuese cierta y me quedé pensando que a veces es importante pararse y comprobar si el apagón solo nos ocurre a nosotros o es común.
Y no hablo solo de la luz…
Texto y foto de portada: Esther Rija