El otro día me pasó una cosa que me ha hecho reflexionar. Si quieres leer un post con moraleja déjalo, no soy tu hembra. Si, por el contrario, buscas reflexiones sin profundidad, continúa leyendo.
La cosa es que íbamos otras personas y yo (a las cuales mantendré en el anonimato para que no se hagan famosas antes que servidora) por un barrio cualquiera de Madrid y entramos en una tienda X (que no un sexshop, no penséis mal) a hacer unas gestiones. Nada más traspasar la barrera de la realidad un «¿amable? dependiente» se ofrece para atendernos (o para descuartizarnos, aún no lo tengo claro). Lo que tenía pinta de ser una historia bonita de consumismo y felicidad acabó en un guión que da para peli de terror de serie B. A una de las personas que iba conmigo ese «¿amable? dependiente» empezó a darle más miedo que Freddy Krueger cortando jamón. Al ver su cara de pánico le preguntamos que le hacia sospechar del vendedor y nos desveló que había descubierto las oscuras intenciones del «¿amable? dependiente» porque el susodicho tenía, presuntamente, cara de malo del telediario.
Puede que las apariencias engañen, pero cuando te encuentras con una cara así sólo puedes hacer dos cosas:
1. Salir huyendo
2. Hacerle una foto y subirla a Instagram
Vale, se me ocurre una tercera, también puedes permanecer inmóvil dando palique al «¿amable? dependiente» y encima contratarle un servicio. Sí, queridos lectores, elegimos la 3 porque las personas que iban conmigo y yo somos todos muy intrépidos y si podemos vivir una aventura en la que gracias a un «¿amable? dependiente» nos abduzcan unos ovnis y nos lleven a Júpiter, nos embarcamos en ella con los ojos cerrados. Tenéis que saber que lo mínimo que puede hacer un «¿amable? dependiente» con cara de malo del telediario es estar aliado con alienígenas.
Por favor, si os cruzáis con alguno escribidme, yo estaré en Júpiter esperando vuestras noticias.