Como todas las mañanas de lunes a viernes, me he despertado, he preparado al superhéroe para ir al cole, me he puesto las gafas de sol para no deslumbrar a la gente recién levantada con mis ojeras y nos hemos echado a las calles de Madrid. Una vez cumplida la primera misión de la jornada, justo antes de volver a encaminarme hacia casa para ponerme a trabajar, mi cuerpo me ha indicado que hoy no le apetecía infusión, que tenía mono de café. Puede que esta ansiedad por el tan adorado líquido elemento venga de que he vuelto a empezara ver Las Chicas Gilmore, si has visto la serie entenderás que su mensaje subliminal me ha calado, si no lo has hecho, tú te lo pierdes. (Por si sirve de atenuante contra mi recaída, diré que la anterior serie que he vuelto a ver por enésima vez ha sido Friends, ¿es qué en todas las series que me gustan los protagonistas son adictos a la cafeína? *Nota mental: hacérmelo mirar).
Llegados a este punto he de aclarar que me he tenido que quitar del café porque me sienta fatal y solo lo incumplo cuando el mono es tan grande que me subo por las paredes. Aún con la adicción en pleno auge, me porto bien y me doy al descafeinado. Sí, vivo la vida a tope, muchas veces cometo una locura y hasta lo pido de sobre. Lo dicho, en lugar de seguir la rutina, he ido a mi cafetería de confianza (para no pecar hace siglos que no tengo café en el hogar) y he pedido un descafeinado con leche para llevar.
«¿Qué tipo de leche quieres?»- me ha dicho la amable camarera.
«De la normal»- le he contestado yo.
¿La normal? ¿En serio, Lara? ¿Qué mierda de respuesta es esa? ¿Qué es lo normal? Lo normal para mí puede ser beber leche de vaca entera con toda su grasa y para la de al lado puede serlo tomar una bebida de soja. En ese preciso instante me he dado cuenta de dos cosas, la primera es que no hay nada normal y que utilizamos el calificativo muy alegremente. Lo segundo, y es el punto al que quiero ir desde que empecé a escribir, hay tantas opciones a la hora de pedir un café que puedes sentirte confusa.
¿En vaso o en taza? ¿En taza grande o taza pequeña? ¿Con qué tipo de leche? ¿Lo quieres con hielo? ¿Frío, caliente o templado? ¿Con espuma o sin ella? ¿Sin azúcar, azúcar blanco, azúcar moreno o sacarina? Hace un tiempo, mi favorito era el café con leche muy, muy, muy caliente en taza grande, con extra de espuma y azúcar moreno. Ahora, por desgracia, me he pasado a la menta poleo.
La vida cambia, nosotros cambiamos y también pueden hacerlo nuestras preferencias. ¿No deberíamos preguntarnos a menudo si nos sigue gustando el café de la misma manera?
Tomar decisiones no siempre es fácil, algunas asustan y te pueden hacer sentir vértigo pero forman parte de eso que llamamos camino, si no queremos quedarnos paralizados ante un cruce, una intersección o una de las rotondas de Móstoles. Curiosamente, el otro día un amigo nos contaba que en su trabajo bajan varios a desayunar y cada uno pide el café de una forma distinta, ¿hemos renunciado a la simpleza de antaño y nos hemos tirado de cabeza hacia un mundo de múltiples elecciones o ha sido el cambio de vida el que nos empuja a saber mejor lo que queremos y por ello reclamarlo?
Solo puedo decir que sigo teniendo sueño, la «des-cafeína» no me ha hecho ningún efecto. Ahora, además, quiero un capuccino. Voy a ir a ponerme agua en taza a ver si me auto-engaño.
Y tú, ¿tienes claro cómo te gusta el café?