Podría ser el título de cualquier cuadro de Hopper, de Rotko o de Picasso. Podría, pero no lo es.

Solo es una chica vestida de rojo delante de un frontón rojo en uno de los pueblos rojos más bonitos de Segovia. A veces solo hay que mirar para ver, para observar el detalle de esa línea blanca que separa los dos tonos de rojo, ese cartel de “Peligro niños sueltos” que separa la vida de aquel lugar misterioso, que alberga casas, gentes y frontones.

Agosto, cinco de la tarde. Una excursión improvisada me descubre uno de los pueblos más bonitos y mágicos de la serranía castellana: Madriguera. Un lugar que en este mes y a esas horas luce desierto, embebido en un halo misterioso y una nube roja de piedras y tierra que adorna como si fuese un decorado hecho a propósito cada rincón del lugar.

Llegamos a una de mis paradas favoritas. El frontón. Siempre verde. Esta vez no. Y me percato de la coincidencia del color de vestido con el fondo y como si de un cuadro se tratase, disparo, dejando sin sentido a la mujer de rojo sobre fondo gris.

El color siempre tiene que ser color. El frontón no tiene porqué ser siempre verde.

Lecciones que una aprende las tardes de verano.

Texto y foto: Esther Rija

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